Si tuviéramos que opinar sobre una pintura, un objeto o un fragmento
de texto sin tener en cuenta las intenciones de su creador, nos costaría
hacerlo en la práctica. Considere la pintura de la página anterior. Existen
varias posibilidades en cuanto a la identidad de su creador.
Podría haberla hecho un adulto, un niño o una máquina. Está claro
que averiguar quién la hizo influye en el modo de juzgarla, con independencia
de si esto debiera o no influenciar realmente.
De hecho, un chimpancé llamado Congo hizo esta pintura. Una vez
sabido esto, es difícil ver el cuadro del mismo modo que antes. A lo largo de
su vida, Congo completó unos 400 dibujos y pinturas. Fue el objeto de un
estudio sobre la capacidad de dibujar y de pintar de los monos antropoides
realizado por el psicólogo conductista Desmond Morris, que argumentaba que los
fundamentos de la creatividad pueden discernirse, de hecho, en las pinturas de
los antropoides, pues afirmaba que en dichas pinturas puede apreciarse un
sentido de la composición, un desarrollo caligráfico y una sensibilidad
estética, aunque sólo sea a un nivel mínimo.
Ahora imagine por un momento que mentí. Suponga que un artista muy
conocido fue el que creó esta pintura. Imagine también que la obra de este
artista (humano) se vende por grandes sumas de dinero. Una vez sabe que no fue
un mono sino un ser humano el que creó esta Imagen, ¿no empezaría a verla de un
modo diferente? ¿No leería acaso intenciones y sentimientos humanos en una
pintura en la que antes no había ninguno? ¿No comenzaría asimismo a apreciar en
la imagen cualidades estéticas que antes no estaban presentes? ¿Y no otorgaría
igualmente un valor económico a una pintura que antes no lo tenía?
Al margen de lo que se piense de esta obra, y por más que deseáramos
juzgar a la persona, el animal o la cosa que la hizo, es difícil que nuestro
juicio no esté influenciado por lo que suponemos que es la intención que está
detrás de la obra.
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