https://www.youtube.com/watch?v=wKXTyNTR4E8
TV: LA TRANSPARENCIA PÉRDIDA
1. La Neo TV
Érase
una vez la Paleotelevisión, que se hacía en Roma o en Milán, para todos los
espectadores, y que hablaba de inauguraciones presididas por ministros y
procuraba que el público aprendiera sólo cosas inocentes, aun a costa de decir
mentiras. Ahora, con la multiplicación de cadenas, con la privatización, con el
advenimiento de nuevas maravillas electrónicas, estamos viviendo la época de la
Neotelevisión. De la Paleo TV podía hacerse un pequeño diccionario con los
nombres de los protagonistas y los títulos de las emisiones. Con la Neo TV sería
imposible, no sólo porque los personajes y las rúbricas son infinitos, no sólo
porque nadie alcanza ya a recordarlos y reconocerlos, sino también porque el
mismo personaje desempeña hoy diversos papeles según hable en las pantallas
estatales o privadas. Ya se han realizado estudios sobre las características de
la Neo TV (por ejemplo, la reciente investigación sobre programas de
entretenimiento, llevada a cabo por cuenta de la comisión parlamentaria de
vigilancia, por un grupo de investigadores de la Universidad de Bolonia). El
discurso que sigue no quiere ser un resumen de ésta o de otras investigaciones
importantes, pero tiene en cuenta el nuevo panorama que estos trabajos han
descubierto.
La
característica principal de la Neo TV es que cada vez habla menos (como hacía o
fingía hacer la Paleo TV) del mundo exterior. Habla de sí misma y del contacto
que está estableciendo con el público. Poco importa qué diga o de qué hable
(porque el público, con el telemando, decide cuándo dejarla hablar y cuándo pasar
a otro canal). Para sobrevivir a ese poder de conmutación, trata entonces de
retener al espectador diciéndole: “Estoy aquí, yo soy yo y yo soy tú.” La
máxima noticia que ofrece la Neo TV, ya hable de misiles o de Stan Laurel que
hace caer un armario, es ésta: “Te anuncio, oh maravilla, que me estás viendo;
si no lo crees, pruébalo, marca este número, llámame y te responderé”.
Después
de tantas dudas, al fin algo seguro: la Neotelevisión existe. Es verdadera
porque es ciertamente una invención televisiva.
2. Información y Ficción
Hay
una dicotomía fundamental a la que recurren de modo tradicional (y no del todo
erróneo) tanto el sentido común como muchas teorías de la comunicación para
definir lo real. A la luz de esta dicotomía, los programas televisivos pueden
dividirse, y se dividen en la opinión común, en dos grandes categorías:
1.
Programas de información, en los que la
TV ofrece enunciados acerca de hechos que se verifican independientemente de
ella. Puede hacerlo de forma oral, a través de tomas en directo o en diferido,
o de reconstrucciones filmadas o en estudio. Los acontecimientos pueden ser
políticos, de crónica de sucesos, deportivos o culturales. En cada uno de estos
casos, el público espera que la televisión cumpla con su deber: a) diciendo la verdad, b) diciéndola según unos criterios de
importancia y de proporción, c) separando la información de los comentarios. Respecto a decir la verdad, sin entrar en
disquisiciones filosóficas, diremos que el sentido común reconoce como
verdadero un enunciado cuando, a la luz de otros métodos de control o de
enunciados procedentes de fuentes alternativas veraces, se confirma que
corresponde a un estado de hecho (cuando el telediario dice que ha nevado en
Turín, dice la verdad si el hecho es confirmado por la oficina meteorológica).
Se protesta si lo que la televisión dice no corresponde a los hechos. Este
criterio es también válido en aquellos casos en que la TV refiere, en resumen o
por entrevista, opiniones ajenas (sea de un político, de un crítico literario o
de un comentarista deportivo): la TV no se juzga por la veracidad de cuanto
dice el entrevistado, sino por el hecho de que éste sea realmente quien
corresponde al nombre y a la función que le son atribuidos y de que sus
declaraciones no sean resumidas o mutiladas para hacerle decir algo que él (con
datos en la mano) no ha dicho.
Los
criterios de proporción y de importancia son más vagos que los de veracidad. De
cualquier modo, se acusa a la TV cuando se cree que privilegia ciertas noticias
en detrimento de otras, o que omite quizás otras consideraciones importantes, o
que sólo refiere algunas opiniones excluyendo otras.
En lo
que respecta a la diferencia entre información y comentario, también se considera intuitiva,
aun cuando se sabe que ciertas modalidades de selección y montaje de las
noticias pueden constituir un comentario implícito. En cualquier caso, se cree
disponer de parámetros (de diversa irrebatibilidad) para determinar cuando la
TV informa “correctamente”.
2.
Programas de fantasía o de ficción,
habitualmente denominados espectáculos (dramas, comedias, óperas,
películas, telefilms). En tales casos, el espectador pone en ejecución por
consenso eso que se llama suspensión de la incredulidad y acepta “por juego”
tomar por cierto y dicho “seriamente” aquello que es en cambio efecto de
construcción fantástica. Se juzga aberrante el comportamiento de quien toma la
ficción por realidad (escribiendo incluso misivas insultantes al actor que
personifica al “malo”). Sin embargo, se admite también que los programas de
ficción vehiculan una verdad en forma parabólica (entendiendo por esto la afirmación de
principios morales, religiosos, políticos). Se sabe que esta verdad parabólica
no puede estar sujeta a censura, por lo menos no del mismo modo que la verdad
de la información. A lo sumo, se puede criticar (aportando algunas bases
“objetivas” de documentación) el hecho de que la TV haya insistido en presentar
programas de ficción que acentuaban unilateralmente una particular verdad
parabólica (por ejemplo, proyectando películas sobre los inconvenientes del
divorcio cuando era inminente un referéndum sobre el tema).
En
todo caso, en lo que se refiere a los programas informativos, se cree posible
lograr una valoración aceptable intersubjetivamente respecto de la concordancia
entre noticia y hechos; mientras que se discute subjetivamente la verdad
parabólica de los programas de ficción y se intenta al máximo lograr una
valoración aceptable intersubjetivamente respecto a la ecuanimidad con que son
proporcionalmente presentadas verdades parabólicas en conflicto.
La
diferencia entre estos dos tipos de programas se refleja en los modos en que
los órganos de control parlamentario, la prensa o los partidos políticos
promueven censuras a la televisión. Una violación de los criterios de veracidad
en los programas de información da lugar a interpelaciones parlamentarias y
artículos o editoriales de primera plana. Una violación (considerada siempre
opinable) de los criterios de ecuanimidad en los programas de ficción provoca
artículos en tercera página o en la sección televisiva.
En
realidad, rige la opinión generalizada (que se traduce en comportamientos
políticos y culturales) de que los programas informativos poseen relevancia
política, mientras que los de ficción
sólo tienen importancia cultural, y como
tales no son de competencia del
político. En efecto, se justifica que un parlamentario, comunicados de ANSA en
mano, intervenga para criticar una transmisión del telediario juzgada facciosa
o incompleta, pero no su intervención, obras de Adorno en mano, para criticar
un espectáculo televisivo como apología de costumbres burguesas.
Esta
diferencia se refleja también en la legislación democrática, que persigue las
falsedades en acto público pero no los delitos de opinión.
No se
trata aquí de criticar esta distinción o de invocar nuevos criterios (antes
bien se desanimaría una forma de control político que se ejercitase sobre las
ideologías implícitas en los programas de ficción). No obstante, se quiere
señalar una dicotomía arraigada en la cultura, en las leyes y en las
costumbres.
3. Mirar a La Cámara
Sin
embargo, esta dicotomía ha sido neutralizada desde los comienzos de la TV por
un fenómeno que podía comprobarse tanto en los programas informativos como en
los de ficción (en particular en aquellos de carácter cómico, como los
espectáculos de revista).
El
fenómeno tiene relación con la oposición entre quien habla mirando a la cámara
y quien habla sin mirar a la cámara.
De
ordinario, en la televisión, quien habla mirando a la cámara se representa a sí
mismo (el locutor televisivo, el cómico que recita un monólogo, el presentador
de una transmisión de variedades o de un concurso), mientras que quien lo hace
sin mirar a la cámara representa a otro (el actor que interpreta un personaje
ficticio). La contraposición es grosera, porque puede haber soluciones de
dirección por las que el actor de un drama mira a la cámara, y existen debates
políticos y culturales cuyos participantes hablan sin mirar a la cámara. Sin
embargo, la contraposición nos parece válida desde este punto de vista: quienes
no miran a la cámara hacen algo que se considera (o se finge considerar) que
harían también si la televisión no estuviese allí, mientras que quien habla
mirando a la cámara subraya el hecho de que allí está la televisión y de que su
discurso se produce justamente porque allí está la televisión.
En
este sentido, no miran a la cámara los protagonistas reales de un hecho de
crónica tomado por las cámaras mientras el hecho sucede; no miran a la cámara
los participantes de un debate, porque la televisión los “representa” empeñados
en una discusión que podría suceder también en otro lugar; no mira a la cámara
el actor, porque quiere crear precisamente la ilusión de realidad, como si lo
que hace formase parte de la vida real extratelevisiva (o extrateatral o
extracinematográfica). En este sentido, se atenúan las diferencias entre
información y espectáculo, porque la discusión no sólo se produce como
espectáculo (y trata de crear una ilusión de realidad), sino que también el
director, que recoge un acontecimiento del que quiere mostrar la espontaneidad,
se preocupa de que sus protagonistas no se den cuenta o muestren no darse
cuenta de la presencia de las cámaras, pidiéndoles que no miren (no hagan
señas) hacia éstas. En este caso, se produce un fenómeno curioso: la televisión
quiere, aparentemente, desaparecer en tanto que sujeto del acto de enunciación,
pero sin engañar con esto al público, que sabe que la televisión está presente
y es consciente de que eso que ve (real o ficticio) ocurre a mucha distancia y
es visible precisamente en virtud del canal televisivo. Pero la televisión hace
sentir su presencia exacta y solamente en tanto que canal.
En
casos como éste, se acepta a menudo que el público se proyecte e identifique,
viviendo en el suceso representado sus propias pulsiones o eligiendo como
modelos a sus protagonistas, pero este hecho se considera normal
televisivamente (habría que consultar a los psicólogos acerca de la valoración
de la normalidad de la intensidad de proyección o de identificación actuada por
los espectadores individualmente).
Por
el contrario, el caso de quien mira a la cámara es diferente. Al colocarse de
cara al espectador, éste advierte que le está hablando precisamente a él a
través del medio televisivo, e implícitamente se da cuenta de que hay algo
“verdadero” en la relación que se está estableciendo, con independencia del
hecho de que se le esté proporcionando información o se le cuente sólo una
historia ficticia. Se está diciendo al espectador: “No soy un personaje de
fantasía, estoy de veras aquí y de veras os estoy hablando”.
Resulta
curioso que esta actitud, que subraya de modo tan evidente la presencia del
medio televisivo, produzca en los espectadores “ingenuos” o “enfermos” el
efecto opuesto. Estos espectadores pierden el sentido de la mediación
televisiva y del carácter fundamental de la transmisión televisiva, esto es,
que se emite a gran distancia y se dirige a una masa indiscriminada de
espectadores. Es una experiencia común, no sólo de presentadores de programas
de entretenimiento, sino también de cronistas políticos, el recibir cartas o
llamadas telefónicas de espectadores (calificados de anormales) en las que
éstos preguntan: “Dígame si ayer por la noche usted me miraba de veras a mí, y
en la emisión de mañana hágamelo saber a través de una seña”.
En
estos casos (incluso cuando no están subrayados por comportamientos
aberrantes), advertimos que no está ya en cuestión la veracidad del
enunciado, es decir, la concordancia
entre enunciado y hechos, sino más bien la veracidad de la enunciación, que concierne a la cuota de realidad de todo
lo que sucede en la pantalla (y no de cuanto se dice a través de ella). Nos
encontramos frente a un problema radicalmente diferente que, como se ha visto,
recorre de manera bastante indistinta tanto las transmisiones informativas como
las de ficción.
A
este nivel, desde mediados de los años cincuenta, el problema se ha complicado
con la aparición del más típico de los programas de entretenimiento, el
concurso o telequiz. ¿El concurso dice la verdad o pone en escena una ficción?
Se
sabe que provoca ciertos hechos mediante una puesta en escena preestablecida;
pero también se sabe, y por evidente convención, que los personajes que
aparecen concursando allí son verdaderos (el público protestaría si supiese que
se trata de actores) y que las respuestas de los concursantes son valoradas en
términos de verdaderas o falsas (o exactas y equivocadas). En este sentido, el
presentador del concurso es al mismo tiempo garante de una verdad “objetiva” (o
es verdadero o es falso que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821) y está sujeto
al control de la veracidad de sus juicios (mediante la metagarantía del notario
público). ¿Por qué aquí se hace necesario el notario, mientras que no se
considera necesario un garante para autentificar la veracidad de las afirmaciones
del locutor del telediario? No es sólo porque se trata de un juego y porque
estén en juego grandes ganancias, sino también porque no está dicho que el
presentador deba decir siempre la verdad. En realidad, sería aceptable la
situación en la que un presentador del concurso presentara a un cantante
célebre con su propio nombre y luego se descubriera que se trata de un
imitador. El presentador puede hacerlo incluso “por bromear”.
Se
perfila así, desde tiempos ya lejanos, una especie de programas en los que el
problema de la veracidad de los enunciados empieza a ser ambiguo, mientras que
la veracidad del acto de enunciación es absolutamente indiscutible: el
presentador está allí, frente a la cámara, y habla al público, representándose
a sí mismo y no a un personaje ficticio.
La
fuerza de esta verdad, que el presentador anuncia e impone quizás
implícitamente, es tal que alguien puede creer, como hemos visto, que le habla
sólo a él.
El
problema existía pues desde el principio, pero estaba, no sabemos con cuánta
intencionalidad, exorcizado, tanto en las transmisiones de información como en
las de entretenimiento. Las transmisiones de información tendían a reducir al
mínimo la presencia de personas que miraran a la cámara. Salvo la anunciadora
(que funciona como vínculo entre programas), las noticias no eran leídas,
dichas o comentadas en video, sino sólo en audio, mientras que en la pantalla
se sucedían telefotos, reportajes filmados, incluso a costa de recurrir a
material de archivo que denunciaba su propia naturaleza. La información tendía
a comportarse como los programas de ficción. La única excepción la constituían
personajes carismáticos como Ruggiero Orlando, a quien el público reconocía una
naturaleza híbrida entre cronista y actor, y a quien podían perdonar incluso
comentarios, gestos teatrales y fanfarronadas.
Por
su parte, los programas de entretenimiento —cuyo ejemplo principal era
Lascia o Raddoppia (Lo toma o lo deja)— tendían a asumir las
características de las emisiones de información: Mike Bongiorno no se proponía
como “invención” o ficción, se colocaba como mediador entre el espectador y
algo que sucedía de manera autónoma.
Pero
la situación se fue complicando cada vez más. Un programa como Specchio
segreto (Espejo secreto, una especie de
Cámara indiscreta) debía su fascinación a la convicción de que las acciones de
sus víctimas (sorprendidas por la cámara oculta, que no podían ver) era algo
verdadero, y sin embargo todo el mundo
se divertía, pues se sabía que eran las intervenciones provocadoras de Loy las
que hacían que ocurriera lo que ocurría, las que hacían que sucediese en cierta
manera como si se estuviera en un
teatro. La ambigüedad era todavía más intensa en programas como Te la dò io
l’America (Te regalo América), donde se asumía que la Nueva York que Grillo
mostraba era “verdadera”, y se aceptaba no obstante que Grillo se entrometiera
para determinar el curso de los acontecimientos como si se tratase de teatro.
En
fin, para confundir más las ideas, llegó el programa contenedor donde, por
algunas horas, un conductor habla, hace escuchar música, presenta una
escenificación y después un documental o un debate o incluso noticias. En este
punto, hasta el espectador superdesarrollado confunde los géneros. Llega a
sospechar que el bombardeo de Beirut sea un espectáculo y a dudar de que el
público de jovencitos que aplaude en el estudio a Beppe Grillo esté compuesto
de seres humanos.
En
resumen, estamos hoy ante unos programas en los que se mezclan de modo
indisoluble información y ficción y donde no importa que el público pueda
distinguir entre noticias “verdaderas” e invenciones ficticias. Aun admitiendo
que se esté en situación de establecer la distinción, ésta pierde valor
respecto a las estrategias que estos programas llevan a efecto para sostener la
autenticidad del acto de enunciación.
Con
este fin, tales programas ponen en escena el propio acto de la enunciación a
través de simulacros de la enunciación,
como cuando se muestran en pantalla las cámaras que están filmando lo que
sucede. Toda una estrategia de ficciones se pone al servicio de un efecto de
verdad.
El
análisis de todas estas estrategias revela el parentesco que liga los programas
informativos con los de entretenimiento: el TG2 (Telediario 2) puede
considerarse como un estudio abierto, en el que la información ya había hecho
suyos los artificios de producción de realidad de la enunciación típicos del
entretenimiento.
Nos
encaminamos, por tanto, hacia una situación televisiva en que la relación entre
el enunciado y los hechos resulta cada vez menos relevante, con respecto a la
relación entre la verdad del acto de enunciación y la experiencia de recepción
por parte del espectador.
En
los programas de entretenimiento (y en los fenómenos que producen y producirán
de rebote sobre los programas de información “pura”) cuenta siempre menos el
hecho de que la televisión diga la verdad que el hecho de que ella sea la
verdad, es decir, que esté hablando de
veras al público y con la participación (también representada como simulacro)
del público.
4. Estoy Transmitiendo, y es
Verdad
Entra
así en crisis la relación de verdad factual sobre la que reposaba la dicotomía
entre programas de información y programas de ficción, y esta crisis tiende
cada vez más a implicar a la televisión en su conjunto, transformándola de
vehículo de hechos (considerado neutral)
en aparato para la producción de hechos,
es decir, de espejo de la realidad pasa a ser productora de realidad.
A tal
fin, es interesante ver el papel público
y evidente que desempeñan ciertos
aspectos del aparato de filmación, aspectos que en la Paleo TV debían
permanecer ocultos al público.
La
jirafa. En la Paleo TV, había un aullido
de alarma que preludiaba las llamadas de atención, las cartas de despido y el
hundimiento de honradas carreras: ¡Jirafa en pantalla! La jirafa, es decir, el
micrófono, no debía verse, ni en sombra (en el sentido de que la jirafa era
temidísima). La televisión se obstinaba patéticamente en presentarse como
realidad y, por tanto, había que ocultar el artificio. Después, la jirafa hizo
su entrada en los concursos, más tarde en los telediarios y por último en
diferentes espectáculos experimentales. La televisión ya no oculta el
artificio, por el contrario, la presencia de la jirafa asegura (incluso cuando
no es cierto) que la emisión es en directo. Por lo tanto, en plena naturaleza.
Por consiguiente, la presencia de la jirafa sirve ahora para ocultar el
artificio.
La
cámara. Tampoco debía verse la cámara. Y
también la cámara ahora se ve. Al mostrarla, la televisión dice: “Yo estoy
aquí, y si estoy aquí, esto significa que delante de vosotros tenéis la
realidad, es decir, la televisión que filma. Prueba de ello es que, si agitáis
la mano delante de la cámara, os verán en casa”. El hecho inquietante es que,
si en televisión se ve una cámara, no es ciertamente la que está filmando
(salvo en casos de complejas puestas en escena con espejos). Por tanto, cada
vez que la cámara aparece, está mintiendo.
El
teléfono del telediario. La Paleo TV
mostraba personajes de comedia que hablaban por teléfono, es decir, informaba
sobre hechos verdaderos o presuntamente verdaderos que sucedían fuera de la
televisión. La Neo TV usa el teléfono para decir: “Estoy aquí, conectada a mi
interior con mi propio cerebro y, en el exterior, con vosotros que me estáis
viendo en este momento”. El periodista del telediario usa el teléfono para
hablar con la dirección: bastaría con un interfono, pero entonces se escucharía
la voz de la dirección que, por el contrario, debe permanecer misteriosa: la televisión
habla con su propia secreta intimidad. Pero lo que el telecronista oye es
verdadero y decisivo. Dice: “En un momento veremos las imágenes filmadas”, y
justifica así largos segundos de espera, porque lo filmado debe venir del lugar
justo, en el momento justo.
El
teléfono de Portobello. El teléfono de
Portobello, y de transmisiones análogas,
pone en contacto el gran corazón de la televisión con el gran corazón del
público. Es el signo triunfal del acceso directo, umbilical y mágico. Vosotros
sois nosotros, podéis formar parte del espectáculo. El mundo del que os habla
la televisión es la relación entre nosotros y vosotros. El resto es silencio.
El
teléfono de la subasta. Las Neo TV
privadas han inventado la subasta. Con el teléfono de la subasta, el público
parece determinar el ritmo del propio espectáculo. De hecho, las llamadas son
filtradas y es legítimo sospechar que en los momentos muertos se use una
llamada falsa para hacer subir las ofertas. Con el teléfono de la subasta, el
espectador Mario, al decir “cien mil”, convence al espectador José de que vale
la pena decir “doscientas mil”. Si sólo llamase un espectador, el producto
sería vendido a un precio muy bajo. No es el subastador quien induce a los
telespectadores a gastar más, es un telespectador quien induce a otro, o bien
el teléfono. El subastador es inocente.
El
aplauso. En la Paleo TV el aplauso debía
parecer verdadero y espontáneo. El público en el estudio aplaudía cuando
aparecía un letrero luminoso, pero el público que veía la emisión en su
televisor no debía saberlo. Naturalmente ha llegado a saberlo y la Neo TV ha
dejado de fingir: el presentador dice “¡Y ahora, un gran aplauso!” El público
del estudio aplaude y el espectador en su casa se siente satisfecho, porque
sabe que el aplauso no es fingido. No le interesa que sea espontáneo, sino que
sea de veras televisivo.
5. La Puesta en Escena
Entonces,
¿la televisión ya no muestra acontecimientos, esto es, hechos que ocurren por
sí mismos, con independencia de la televisión y que se producirían también si
ésta no existiese?
Cada
vez menos. Cierto, en Vermicino un niño cayó de veras en un pozo y de veras murió. Pero todo lo que se desarrolló entre
el principio del accidente y la muerte del niño sucedió como sucedió porque la
televisión estaba allí. El hecho captado televisivamente en su mismo inicio se
convirtió en una puesta en escena.
No
vale la pena referirse aquí a los estudios más recientes y decisivos sobre el
tema, y pienso en el fundamental libro de Bettetini, Produzione del senso y messa in scena : basta apelar al sentido
común. El espectador de inteligencia media sabe muy bien que cuando la actriz
besa al actor en una cocina, en un yate o en un prado, incluso cuando se trata
de un prado verdadero (con frecuencia es el campo romano o la costa yugoslava),
se trata de un prado elegido, predispuesto,
seleccionado, y por tanto en cierta medida falsificado a fines del rodaje.
Hasta
aquí el sentido común. Pero el sentido común (y a menudo también la atención
crítica) se halla mucho más desarmado con respecto a lo que se llama
transmisión en directo. En ese caso, se sabe (incluso aunque se desconfía y se
supone que el directo es un diferido enmascarado) que las cámaras transmiten
desde el lugar donde sucede algo, algo que ocurriría de todos modos, aunque no
estuvieran presentes las cámaras de televisión.
Desde
los principios de la televisión, se sabe que incluso el directo presupone una
elección, una manipulación. En mi lejano ensayo “El azar y la intriga” (ahora
en Obra abierta ) traté de mostrar cómo un conjunto de tres o más cámaras que
transmiten un partido de fútbol (acontecimiento que por definición sucede por
razones agonísticas, donde el delantero centro no se prestaría a fallar un gol
por exigencias del espectáculo, ni el portero a dejarlo pasar) opera una
selección de los hechos, enfoca ciertas acciones y omite otras, intercala tomas
del público en menoscabo del juego y viceversa, encuadra el terreno de juego
desde una perspectiva determinada. En suma, interpreta, nos ofrece un partido visto por el realizador
del programa y no un partido en sí.
Pero
este análisis no cuestionaba el hecho indiscutible de que el evento ocurriese
con independencia de su transmisión. Esta transmisión interpretaba un hecho que
ocurría de forma autónoma, ofrecía una parte de éste, una sección, un punto de
vista, aunque se trataba siempre de un punto de vista sobre la “realidad”
extratelevisiva.
Tal
consideración es, sin embargo, afectada por una serie de fenómenos que
percibimos en seguida:
a. El
hecho de saber que el acontecimiento será transmitido influye en su
preparación. A propósito del fútbol,
obsérvese la evolución del viejo balón de cuero tosco al balón televisivo
escaqueado; o el cuidado que ponen los organizadores en colocar importantes
vallas publicitarias en posiciones estratégicas, para engañar a las cámaras y
al ente estatal que no quería hacer publicidad; sin hablar de ciertos cambios,
indispensables por razones cromático–perceptivas, experimentados por las
camisetas.
b. La
presencia de las cámaras de televisión influye en el desarrollo del
acontecimiento. En el suceso de Vermicino, tal vez el socorro hubiese dado los
mismos resultados aunque la televisión no hubiese estado presente por espacio
de dieciocho horas, pero indudablemente la participación hubiera sido menos
intensa y quizá menores las obstrucciones y la confusión. No quiero decir que
Pertini no hubiera estado presente, pero sí ciertamente durante menos tiempo:
no es que se tratase de un cálculo teatral, pero es evidente que estaba allí
por razones simbólicas, para significar ante millones de italianos la
participación presidencial; y que esa participación simbólica fuese, como creo,
“buena”, no quita que estuviera inspirada por la presencia de la televisión.
Podemos incluso preguntarnos qué hubiera sucedido si la televisión no hubiese
seguido ese hecho y las alternativas son dos: o los socorros hubieran sido
menos generosos (no importa el resultado, pensamos en los esfuerzos, y sabemos
muy bien que sin la presencia televisiva aquellos tipos pequeños y delgados que
acudieron a prestar ayuda no hubieran sabido nada del acontecimiento), o bien
la menor afluencia de público hubiera permitido realizar una operación de
socorro más racional y eficaz.
En
ambos casos descritos, podemos ver que se perfila ya un esbozo de puesta en
escena : en el caso del partido de fútbol es intencional, aunque no cambie
radicalmente el evento; en el caso de Vermicino es instintivo, inintencional
(al menos a nivel consciente), pero puede cambiar radicalmente el hecho.
Sin
embargo, en la última década el directo ha sufrido cambios radicales respecto a
la puesta en escena: desde las ceremonias papales hasta numerosos
acontecimientos políticos o espectaculares, sabemos que tales acontecimientos
no se hubieran concebido tal como lo fueron de no mediar la presencia de las
cámaras de televisión. Nos hemos ido acercando cada vez más a una
predisposición del acontecimiento natural para fines de la transmisión
televisiva. El matrimonio del príncipe Carlos de Inglaterra verifica totalmente
esta hipótesis. Este ceremonial no sólo no se hubiera desarrollado tal como se
desarrolló, sino que probablemente ni siquiera hubiera tenido lugar, si no
hubiese debido ser concebido para la televisión.
Para
medir del todo la novedad de esta Royal Wedding
es necesario remontarse a un episodio análogo acaecido hace casi
veinticinco años: la boda de Rainiero de Mónaco con Grace Kelly. Aparte la
diferencia de dimensiones de los dos reinos, el acontecimiento se prestaba a
las mismas interpretaciones: el momento político diplomático, el ritual
religioso, la liturgia militar, la historia de amor. Pero el matrimonio
monegasco ocurría a principios de la era televisiva y se había organizado sin
tener en cuenta la televisión. Aun en el caso de que los organizadores hubieran
considerado la idea de la televisión, la experiencia era todavía insuficiente.
Así el acontecimiento se desenvolvió verdaderamente por su cuenta y al director
televisivo sólo le quedó interpretarlo.
Al hacerlo, privilegió los valores románticos y sentimentales frente a
los político diplomáticos, lo privado frente a lo público. El acontecimiento
sucedía: las cámaras enfocaban aquello que contaba para los fines del tema que
la televisión había elegido.
Durante
una parada de bandas militares, mientras tocaba una sección de marines de evidentes funciones representativas (hay
que considerar que en el principado de Mónaco los marines eran también noticia), las telecámaras
enfocaron en su lugar al príncipe, que se había ensuciado el pantalón al rozar
la balaustrada del balcón, y que, casi a hurtadillas, se inclinaba para
sacudirse el polvo con la mano, sonriendo divertido a la novia. Una elección
ciertamente, un decidirse por la novela rosa frente a la opereta, pero realizada, por así decirlo,
a pesar del acontecimiento, aprovechando
los intersticios no programados. Así, durante la ceremonia nupcial, el
realizador siguió la misma lógica que lo había guiado la jornada precedente:
eliminada la banda de marines, era
preciso eliminar también al prelado que celebraba el rito, y las cámaras
permanecieron fijas enfocando el rostro de la novia, princesa ex actriz, o
actriz y futura princesa. Grace Kelly representaba su última escena de amor, el
realizador narraba, pero parasitariamente (y por ello de manera creativa),
usando a modo de collage retazos de aquello que sucedía de manera autónoma.
Con
la Royal Wedding del príncipe heredero
del Reino Unido las cosas fueron muy diferentes. Era absolutamente evidente que
todo lo que sucedía, de Buckingham Palace a la catedral de Saint Paul, había
sido estudiado para la televisión. El ceremonial había excluido los colores
inaceptables, modistos y revistas de modas habían sugerido los colores pastel,
de modo que todo respirase cromáticamente no sólo un aire de primavera, sino un
aire de primavera televisiva.
El
traje de la novia, que tantas molestias causó al novio que no sabía cómo
levantarlo para hacer sentar a su prometida, no estaba concebido para ser visto
de frente, ni de lado, ni siquiera desde detrás, sino desde lo alto, como se
veía en uno de los encuadres finales, en que el espacio arquitectónico de la
catedral quedaba reducido a un círculo dominado en el centro por la estructura
cruciforme del transepto y de la nave, subrayada por la larga cola del traje
nupcial, mientras que los cuatro cuarteles que rodeaban este blasón estaban
formados, como en un mosaico bizantino, por el punteado colorido de la
vestimenta de los integrantes del cortejo, de los prelados y del público
masculino y femenino. Si Mallarmé afirmó una vez que le monde es fait pour aboutir à un livre, la retransmisión de la boda real decía que el
Imperio Británico estaba hecho para dar vida a una admirable emisión de
televisión.
He
podido ver personalmente diversas ceremonias londinenses, entre ellas la anual
Trooping the Colours, donde la impresión
más desagradable la producen los caballos, adiestrados para todo, excepto para
abstenerse de ejercer sus legítimas funciones corporales: en estas ceremonias,
la reina se mueve siempre en un mar de estiércol, ya que los caballos de la
Guardia —sea por la emoción o por la normal ley de la naturaleza— no saben
hacer nada mejor que llenar de excrementos todo el recorrido. Por otra parte,
manejar caballos es una actividad muy aristocrática y el estiércol equino forma
parte de las materias más familiares a un aristócrata inglés.
Durante
la Royal Wedding no fue posible eludir
esta ley natural. Pero quien vio la televisión pudo observar que este estiércol
equino no era ni oscuro ni desigual, sino que aparecía siempre y por doquier de
un color también pastel, entre el beige y el amarillo, muy luminoso, para no
llamar demasiado la atención y armonizar con los suaves colores de los trajes
femeninos. Después he leído (aunque no costaba demasiado imaginarlo) que los
caballos reales habían sido alimentados durante una semana con unas píldoras
especiales, para que el estiércol tuviera un color telegénico. Nada debía
dejarse al azar, todo estaba dominado por la retransmisión.
Hasta
el punto de que, en esa ocasión, la libertad de encuadre e “interpretación”
dejada al realizador había sido, como es fácil de suponer, mínima: era preciso
filmar lo que sucedía, en el lugar y en el momento en que se había decidido que
sucediera. Toda la construcción simbólica estaba “predeterminada” en la puesta
en escena previa, todo el acontecimiento, desde el príncipe hasta el estiércol
equino, había sido preparado como un discurso de base, sobre el que el ojo de
las cámaras, en su obligado recorrido, debería fijarse reduciendo al mínimo los
riesgos de una interpretación televisiva. Es decir que la interpretación, la
manipulación y la preparación para la televisión precedían la actividad de las
cámaras. El acontecimiento nacía ya como fundamentalmente “falso”, dispuesto
para la toma. Londres entero había sido dispuesto como un estudio, construido
para la televisión.
6. Algunos Petardos, Para
Terminar
Para
terminar, podríamos decir que, en contacto con una televisión que sólo habla de
sí misma, privado del derecho a la transparencia, es decir, del contacto con el
mundo exterior, el espectador se repliega en sí mismo. Pero en este proceso se
reconoce y se gusta como televidente, y le basta. Vuelve cierta una vieja
definición de la televisión: “Una ventana abierta a un mundo cerrado.”
Pero,
¿qué mundo “descubre” el televidente? Redescubre su propia naturaleza arcaica,
pretelevisiva —por un lado— y su destino de solitario de la electrónica. Y esto
ocurre especialmente con la aparición de las emisoras privadas, saludables en
un principio como garantía de una información más vasta, y finalmente “plural”.
La
Paleo TV quería ser una ventana que desde la provincia más remota mostrara el
inmenso mundo. La Neo TV independiente —a partir del modelo estatal de Giochi senza frontiere (Juegos sin fronteras)— apunta la cámara
sobre la provincia, y muestra al público de Piacenza la gente de Piacenza,
reunida para escuchar la publicidad de un relojero de Piacenza, mientras un
presentador de Piacenza hace chistes gruesos sobre los pechos de una señora de Piacenza,
que lo acepta todo mientras gana una olla a presión. Es como mirar con un
largavistas al revés.
El
presentador de la subasta es un vendedor y al mismo tiempo un actor. Pero un
actor que interpretase a un vendedor no sería convincente. El público conoce a
los vendedores, esos que le convencen para que compre un coche usado, la pieza
de género, la grasa de marmota en las ferias campesinas. El presentador de la
subasta debe tener buena presencia y hablar como sus espectadores, con acento y
de ser posible despellejando la gramática. Debe decir “¡Exacto!”, y “¡Oferta
muy interesante!”, como dice la gente que vende de veras. Debe decir “dieciocho
quilates, señora Ida, no sé si me explico”. En realidad no debe explicarse,
sino manifestar, ante la mercancía, la misma sorpresa llena de admiración que
el comprador. En su vida privada, seguramente es probo y honestísimo, pero ante
la cámara debe mostrarse un tanto tramposo, de otro modo el público no se fía.
Así es como se comportan los vendedores.
En
otro tiempo había palabrotas que se decían en la escuela, en el trabajo o en la
cama. Pero en público había que controlar un poco esos hábitos, y la Paleo TV
(sometida a censura y concebida para un público ideal, moderado y católico)
hablaba de manera depurada. Las televisiones independientes, en cambio, quieren
que el público se reconozca y se diga “somos nosotros mismos”. Por lo que tanto
el cómico como el presentador que propone una adivinanza mirando el trasero de
la espectadora, deben decir palabrotas y hablar con doble sentido. Los adultos
se reencuentran, y la pantalla es, al fin, como la vida misma. Los chicos
piensan que aquél es el modo apropiado de comportarse en público, como siempre
habían sospechado. Este es uno de los pocos casos en los que la Neo TV dice la
verdad absoluta.
La
Neo TV, especialmente la independiente, explota a fondo el masoquismo del
espectador. El presentador pregunta a tímidas amas de casa cosas que deberían
hacerlas enrojecer de vergüenza, pero ellas entran en el juego y entre fingidos
(o verdaderos) rubores se comportan como putillas. En Norteamérica, esta forma
de sadismo televisivo ha culminado en el nuevo juego que Johnny Carson propone
en el curso de su popularísimo programa Tonight Show. Carson cuenta la trama de un hipotético dramón
tipo Dallas, en el que aparecen
personajes idiotas, miserables, deformes, pervertidos. Mientras describe a uno
de estos personajes, la cámara enfoca el rostro de un espectador, que al mismo
tiempo puede verse en una pantalla colocada sobre su propia cabeza. El
espectador ríe inocente mientras es descrito como un sodomita, un violador de
menores; la espectadora goza al encontrarse en el papel de una drogada o de una
deficiente congénita. Hombres y mujeres (que, por otra parte, la cámara ha
elegido ya con cierta malicia, porque tienen algún defecto o algún rasgo
pronunciado) ríen felices al verse ridiculizados ante millones de espectadores.
Total, piensan, es una broma. Pero son ridiculizados de verdad.
Cuarentones
y cincuentones saben qué fatigas, qué búsquedas eran precisas para recuperar en
alguna perdida filmoteca una vieja película de Duvivier. Hoy la magia de la
filmoteca está acabada: la Neo TV nos brinda, en una misma noche, un Totó, un
Ford de los primeros tiempos y quizás hasta un Méliès. Así nos hacemos una
cultura. Pero ocurre que para ver un viejo Ford hay que tragarse diez
indigeribles bodrios y películas de cuarta categoría. Los viejos lobos de
filmoteca todavía saben distinguir, pero en consecuencia sólo buscan en su
televisor las películas que ya han visto. De esta manera su cultura no avanza.
Los jóvenes, por otra parte, identifican cualquier película antigua con una de
filmoteca. Así su cultura se aminora más. Afortunadamente, aún están los
periódicos que ofrecen alguna información. Pero, ¿cómo se puede leer periódicos
si hay que ver la televisión?
La
televisión norteamericana, para la que el tiempo es dinero, imprime en todos
sus programas un ritmo calcado del jazz. La Neo TV italiana mezcla material
norteamericano con material propio (o de países del Tercer Mundo, como la
telenovela brasileña), que tiene un ritmo arcaico. Así, el tiempo de la Neo TV
resulta un tiempo elástico, con desgarrones, aceleraciones y ralentís.
Afortunadamente, el televidente puede imprimir su propio ritmo seleccionando
histéricamente con el telemando. Todos hemos intentado alguna vez ver el
telediario pasando de la primera a la segunda cadena de la RAI a intervalos,
alternativamente, de modo que hemos visto siempre dos veces la misma noticia y
nunca aquélla que esperábamos. O introducir una escena de pastel en la cara en
el momento de la muerte de la vieja madre. O de romper la gymkhana de Starsky y
Hutch con un lentísimo diálogo entre Marco Polo y un bonzo. Así, cada cual
puede crearse su propio ritmo y ver la televisión del mismo modo que cuando se
escucha música tapándose y destapándose los oídos con las manos, decidiendo por
su propia cuenta en qué cosa se transformará la Quinta de Beethoven o la Bella Gigugin. Nuestra noche televisiva ya no cuenta
historias completas: toda ella es un avance, un trailer, un “próximamente”. El
sueño de las vanguardias históricas.
En la
Paleo TV había poca cosa que ver y antes de medianoche ¡todo el mundo a la
cama! La Neo TV, en cambio, ofrece decenas de programas hasta horas avanzadas
de la madrugada. El apetito se abre comiendo. El aparato de video permite ver
ahora muchos programas más. Las películas pueden comprarse o alquilarse; y
pueden grabarse los programas que se emiten cuando no estamos en casa. ¡Qué
maravilla! Ahora es posible pasarse cuarenta y ocho horas al día delante de la
pantalla, de modo que ya no hay que estar en contacto con esa remota ficción
que es el mundo exterior. Además, un acontecimiento puede hacerse ir hacia
adelante y atrás, y al ralentí y a doble velocidad. ¡Se puede ver a Antonioni a
ritmo de Mazinga! Ahora la irrealidad está al alcance de todos.
El
video es una de las nuevas posibilidades, pero ya aparecen otras y seguirá así
hasta el infinito. En la pantalla televisiva podrán verse los horarios de
trenes, la cotización de Bolsa, los horarios de espectáculos, las voces de la
enciclopedia... Pero cuando todo, absolutamente todo, incluso las
intervenciones de los consejeros municipales, pueda leerse en el televisor,
¿quién tendrá necesidad todavía de los horarios de trenes o de espectáculos, o
de los informes meteorológicos? La pantalla del televisor nos dará
informaciones de un mundo exterior al que ya nadie saldrá. El proyecto de la nueva megalópolis MITO, es decir,
Milano–Torino, se basa en gran medida en contactos vía televisión: llegados a
tal punto, no hay por qué potenciar las autopistas o las líneas ferroviarias,
puesto que no tendremos necesidad de desplazarnos de Milán a Turín y viceversa.
El cuerpo se volverá inútil; bastarán los ojos.
Se puede
comprar juegos electrónicos, hacerlos aparecer en el televisor, y toda la
familia puede jugar a desintegrar la flota espacial de Dart Vader. Pero,
¿cuándo?, si hay que ver tantas cosas, incluidas las registradas en video. En todo caso, la batalla galáctica, que ya no
se jugará en el bar, entre un cortado y una llamada telefónica, sino todo el
día, hasta el espasmo (porque, como se sabe, en el bar sólo se abandona la
máquina porque hay alguien detrás echándonos el aliento en el cogote, pero en
casa, en casa se puede jugar hasta el infinito), tendrá los efectos siguientes.
Enseñará a los niños a tener unos reflejos óptimos, de manera que puedan
conducir un caza supersónico. Nos habituará, a niños y adultos, a la idea de
que desintegrar diez astronaves no es gran cosa, y la guerra de los misiles nos
parecerá a la medida del hombre. Cuando después hagamos de veras la guerra
seremos desintegrados en un instante por los rusos, no condicionados por
Battlestar Galactica. Porque, no sé si lo habréis experimentado, después de
haber jugado durante dos horas, por la noche, en un inquieto duermevela, se ven
luces intermitentes y la traza luminosa de los proyectiles. La retina y el
cerebro quedan aniquilados. Es como cuando un flash nos relampaguea ante los
ojos. Durante mucho tiempo sólo vemos delante de nosotros una mancha oscura. Es
el principio del fin.
UMBERTO ECO,1983
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